Rodrigo Marcone, del Instituto América Gabriela Mistral, nos entrega parte de la visión mistraliana en torno al artesanado y los oficios.
En Chile, cada siete de Noviembre se celebra el Día nacional de la Artesanía, reconociendo así el trabajo de generaciones de hombres y mujeres de todos los rincones del país que han dedicado su vida al trabajo manual creativo. Un oficio que cuando es genuino reconoce, rescata y da a conocer nuestra más profunda identidad. Las materias de nuestra geografía toda, de la costa, de los valles o de las cordilleras reciben alegres el trabajopaciente y amoroso de la artesana o artesano hasta que emerge su oculta faz divina. Nuestra poeta y pensadora Gabriela Mistral, al respecto nos cuenta:
“Yo no exagero si digo que mi fiesta mayor de Europa me la han dado las artesanías superiores que son las de aquí, las cabales, las perfectas artesanías.
‘Definición de artesano’: el que trabaja el cuero, o la plata, o el oro o las maderas con escrupulosidad. Yo añado: el que trabaja la piel de carnero o la pobre madera del álamo con la misma norma bajo la cual hicieron lo suyo los artistas de las llamadas, con alguna petulancia en el privilegio, ‘bellas artes’.
La norma que viene de ésos, es: llama en la mente, pulso tranquilo, sin alcoholes, mano tan ágil como el alma, tan fácil como el alma; un poco de rito y un poco de juego, es decir, la seriedad del padre componiendo y la alegría del hijo al rematar el éxito; y un gran orgullo si se firma y si no se firma, el mismo orgullo.”
Habla también Gabriela de la necesidad de establecer organizaciones que vayan reuniendo lo mejor de sus creadores, al modo de un engrandecimiento del oficio por orgullo y emulación de los más destacados. Escuelas y museos del oficio, a través de las cuales se transmita de generación en generación el arte de la artesanía, porque nuestra poeta así la entiende, como un arte.
“Yo conozco en Chile innumerables sociedades de artesanos sin más objetivo que la ayuda económica o la recreación colectiva. Sociedades cuyo fin primero sea la elevación de la capacidad artesana, no me las he encontrado; locales obreros en cuyas salas estén unas cuantas muestras felices de lo que el gremio ha logrado, cosas que creen el ambiente del gremio y que muestren que ésa es verdaderamente la casa de los forjadores o de los tejedores, tampoco las he visto.
Para la llamada ‘revisión de valores’ tomemos como documento principal el oficio. ¿Cuánto tiempo se lo buscó? Porque el oficio debe aprenderse toda la vida; cesa el aprendizaje al acabar el trabajo, a los 50 o 55 años. ¿Hasta dónde se le conoció? Porque el oficio es cosa fateada como el ojo del insecto, mejor dicho, tiene diez o veinte estratos, como las gredas, y quedarse arañando el primero es fijarse por sí mismo en la plebeyez. ¿Se le regaló a su raza, dentro de la artesanía elegida, una forma nueva? También se prueba el patriotismo a través del oficio y se le vuelve una honra colectiva. ¿Se puso precio con probidad a la artesanía o se aprovechó cualquier ocasión de lucro fácil, tan fácil como el del bolsista? ¿Se ensamblaron las piececitas del reloj o las del armario con escrupulosidad preciosa, como si cada pieza fuese a cantar el nombre del dueño? Porque la moralidad se comprueba también en la obra artesana.
Yo deseo unas repúblicas futuras en que los motes tontos de ‘rey del aceite’ o ‘rey del azúcar’, se dejen de mano para resucitar, en cambio, estos bellos nombres medievales: el ‘Maestro del cuero’, el ‘Maestro del cáñamo’ o, si se quiere volver a las caballerías, el ‘Caballero de la forja’.
No es verdad que el maquinismo haya acabado con el artesano y que sea ya imposible que éste ponga sello suyo sobre su criatura. La máquina ha substituido el pulmón del hombre, no su mente, ni siquiera su dedo, a veces. El hombre dicta a la máquina los modelos; la máquina le ha reemplazado los tendones y el sudor sin arrebatarle ni una de sus prerrogativas para dar gusto a su pasión de forma o de color. Sería infame un trabajo en el que la voluntad de crear no pudiera ejercerse nunca y sería estúpida la delegación del hombre completo en la usina.
Bueno será reemplazar algunas de tantas fiestas cívicas nuestras por ‘festividades artesanas’, la del hierro o la de los paños, la del choapino o el sarape. Ir dignificando en cada ocasión al artesano, hombre esencial de las democracias de cualquier tiempo. Hacer más: abrirles en cada ciudad grande el museo de las artes industriales a fin de que ellos a fin de que ellos, que no viajan, conozcan la nobleza que en otras partes alcanza su propio oficio, de qué millón de motivos es susceptible, cuánto material ha incorporado a la historia, lo mismo que las llamadas con tonta exclusividad ‘bellas artes’.”
Una artista de la talla universal de nuestra Gabriela, que recorrió poblados de América y Europa, y se empapó de la riquísima cultura rural, indígena y campesina, donde ilustres creadores y creadoras plasmaron su talento en obras de singular belleza, llega a la profunda convicción de que la artesanía no desmerece en nada a otros trabajos socialmente más valorados como las profesiones liberales. Señala con claridad:
“Cuando el artesano se vuelva por su capacidad de creación tanto sesos como puños, y corresponda a tal vigor de sus riñones tal fineza de pupila, se caerá sólo el muro que ha dividido el trabajo en jerarquías, y broncero superior igualará a compositor de sinfonía y esmaltador de Copenhague a cirujano de Nueva York.”